Ayer me pasó algo curioso, no tenía huevos. Recordaba perfectamente que había ido a comprarlos, que no los encontraba en el súper, que había preguntado a una dependienta y que los había cogido para meterlos en la cesta. Recordaba incluso haberlos puesto en la cinta de la caja registradora. Pero no recordaba nada más.
No sé qué pasó con esa media docena de huevos, pero siempre que me pasan estas cosas acabo dándole vueltas a los misteriosos caminos de la memoria. Y, sobre todo, a cómo durante los últimos 20 años hemos tratado de entenderla, repararla y usar nuestra tecnología para dominarla por completo. Así que me he preguntado, ¿Qué fue de toda esa ciencia que trataba de editar la memoria?
La vida, los eventos y episodios que nos suceden en el día a día, corta la memoria como hojas de papel. A las cicatrices que nos quedan los llamamos recuerdos. Por su puesto, el tamaño de esos cortes depende de muchos factores: no es lo mismo el decimosexto anuncio que has visto esperando a que empezara El Hormiguero que un accidente de tráfico que nos pilló de lleno y nos obligó a pasar un par de semanas en el hospital.
Tampoco es igual un corte grande, aunque aislado (aquella vez que me dormí en el bus y unos chavales me pintaron la cara sin que me diera cuenta) que cortes pequeños y repetitivos (como decir, de memoria, nuestro DNI). Pero sí hay algo que todos ellos tienen en común: son mucho más que un corte limpio.
Por mucho que a veces lo parezca, en los sucesos de la vida, como en las hojas de papel, las líneas rectas, definidas y nítidas son pura apariencia. La vida y el papel son rugosos en su nivel más básico. Si una hoja actúa en cada herida como si fuera una lija abrasando células y terminaciones nerviosas; cada recuerdo episódico al hacer un surco en la memoria marca con su rugosidad toda nuestra psicología.
Eso incluye la información episódica, sí; pero también una enorme cornucopia de respuestas afectivas, repertorios conductuales y reacciones defensivas. Esto es así porque, cada evento se "almacena" en nosotros de maneras muy diversas y interconectadas entre sí.
Eso hace que alguien que ha sufrido un traumático accidente de tráfico, aunque no recuerde bien qué pasó, pueda pasarlo mal al ver una determinada señal de tráfico, oler una determinada fragancia o al escuchar la canción que sonaba en el mismo momento del accidente.
Esto, cuando nos sentamos a diseñar tratamientos para la "edición de la memoria" con la idea de reducir el dolor asociado a momentos concretos de nuestra vida o a proteger a determinadas personas de conductas de riesgo concretas (como la adicción a sustancias) nos encontramos mecanismos complejos y estructuras neuronales distintas.
Por suerte, no nos rendimos fácilmente. Tras casi dos décadas siglo intentando, en serio, borrar o afianzar recuerdos, Elizabeth A. Phelps y Stefan G. Hofmann han publicado una revisión fantástica sobre cómo está hoy por hoy nuestra tecnología para editar la memoria.
En este totus revolutum, la mayoría de las investigaciones se centran o bien en eliminar la memoria episódica (mediada por el hipocampo) o bien en disipar las respuestas defensivas (mediadas por la amígdala). Pero todas se centran fundamentalmente en lo que podríamos llamar, siguiendo la metáfora de antes, el periodo de cicatrización.
Esa 'cicatrización' se conoce en psicología de la memoria como "consolidación" y "reconsolidación". Cuando nos ocurre algo, el cerebro consolida los recuerdos sobre ese episodio. Más tarde, cada vez que lo recordamos, el recuerdo se reconsolida fortaleciendo así el recuerdo. Por eso, cuando recordamos algo a menudo, lo recordamos mejor. La cicatriz, y ya dejo el símil, se hace más grande y profunda.
Los primeros trabajos en frenar la consolidación de la memoria fueron muy prometedores. Por ejemplo, los trabajos con ratones que administraban agentes amnésicos (inhibidores de la síntesis de proteínas, sobre todo) después del aprendizaje demostraron que se podían prevenir los cambios sinápticos necesarios en la consolidación de recuerdos.
Sin embargo, el entusiasmo se vino abajo rápidamente. Ese tipo de enfoques, aunque es efectivo, no tienen uso clínico: son fármacos muy poco específicos y su uso impide que se formen recuerdos de todo lo vivido recientemente. De todo. Y eso, cuando son seguros de usar en personas.
Por ello, los investigadores buscaron otras alternativas más parecidas a los cambios neurohormonales endógenos que alteran (en un sentido o en otro) la consolidación de recuerdos. Sobre todo, los que tienen un importante componente emocional. En este sentido, no parecía demasiado difícil. La investigación disponible señala que las hormonas relacionadas con el estrés tienen un papel importante ayudando la codificación de recuerdos (y, por tanto, fortaleciéndolos).
Así que nuestra primera línea de trabajo fue intentar bloquear la codificación de recuerdos inhibiendo esas hormonas. Sobre el papel, su ausencia haría que ese proceso fuera mucho más suave. Sin embargo, tras algunas pruebas esperanzadoras en animales, los estudios que han tratado de probar medicamentos de este tipo (por ejemplo, con propanolol) en eventos traumáticos no arrojaron ningún efecto clínico.
La segunda línea tuvo algo más de éxito. Los investigadores pensaron que, si no se podían inhibir las hormonas para no consolidar los recuerdos, igual sí podían usarlas a favor de consolidad otros recuerdos. Concretamente, para consolidar las terapias de exposición con las que se trataban trastornos como el estrés postraumático. Los resultados mostraron beneficios a corto plazo; sin embargo, como la "memoria de las amenazas" es evolutivamente más fuerte que el aprendizaje de extinción, los recuerdos tendían a reaparecer en el futuro. No daban resultados mejores que sin el uso de medicamentos.
El trabajo en este campo es mucho más rico, claro. Las técnicas de reactivación de la memoria usan estímulos relacionados con el recuerdo para disminuir las respuestas defensivas. Por ejemplo, hay trabajos que someten a los sujetos a olores relacionados con el evento traumático mientras duermen. Eso, según hemos descubierto, fortalece el recuerdo episódico, pero disminuye las respuestas defensivas.
El problema de fondo es que todos esos trabajos están bien, pero son difíciles de llevar a la clínica. La gran mayoría de las personas no se pone bajo tratamiento justo cuando se forman los recuerdos de un evento traumático, sino más tarde. Mucho más tarde.
Por eso, hace ya más de medio siglo, ciertos investigadores empezaron a estudiar cómo frenar la reconsolidación. Si conseguíamos que recordar un evento no fortaleciera el recuerdo, sería mucho más fácil que con el tiempo se fueran borrando esos fragmentos de nuestra biografía.
En aquel trabajo primigenio, se utilizaba un inhibidor de proteínas aplicado en la amígdala para dificultad la reconsolidación de los recuerdo. Los resultados (en ratones) parecían potentes, pero aún así la línea de investigación se olvidó durante tres décadas más cuando se recuperó, como hemos visto, con ensayos basados en propanolol.
Hoy por hoy, podemos decir que los intentos para usar este fármaco en humanos para bloquear la reconsolidación de los recuerdos han dado resultados mixtos. La mayor parte de resultados no tuvieron resultado clínico y los que lo tuvieron (como el caso de las fobias) no sabemos muy por qué ocurrió. Tampoco funcionaron bien los intentos de borrar la memoria apetitiva relacionada con las drogas. Sin embargo, sentaron las bases para seguir avanzando en el campo de estudio.
La investigación sobre la edición de la memoria demuestra que los recuerdos se pueden modificar incluso mucho después de que se hayan consolidado. Hasta ahora modificar (y no borrar) recuerdos es lo más cercano que los investigadores han llegado en nuestros intentos de editar la memoria como en las películas de ciencia ficción. No obstante, solo llevamos 20 años trabajando en serio. ¿Quién sabe donde podemos llegar?
Imágenes | Devin Avery
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