Los habitantes de Hangzhou, China, pronto tendrán una puntuación de salud que irá de 0 a 100, aseguran en el NYT. Cosas como andar bastante durante el día, o dormir suficientes horas sube esa puntuación, y cosas como comer o beber alcohol la bajarán.
Esto no es un episodio de Black Mirror. Es un proyecto real que está poniéndose en marcha allí como una ramificación de las aplicaciones de rastreo del COVID-19 que en el gigante asiático han sido especialmente ambiciosas en la recolección de información. Ahora que la pandemia ya no es tan crítica, el debate sobre qué se debe hacer sobre esas aplicaciones gana enteros: ¿nos obligarán los gobiernos a mantenerlas con la excusa de la seguridad y del bien individual y común?
El debate está en la mesa, y no es que se haya planteado ahora. Desde que se inició el desarrollo de soluciones que convirtieran nuestros smartphones en herramientas para controlar la pandemia se habló de los posibles riesgos para la privacidad.
Esas conversaciones han motivado las suspicacias a la hora de desarrollar ese tipo de soluciones en Occidente. En Europa la estrategia sigue siendo difusa, pero parece que va ganando fuerza la idea de la aplicación descentralizada que tanto el sistema DP-3T como el desarrollo de Google y Apple proponen: nada de datos de ubicación y control absoluto del usuario, que será el que decide si quiere entrar en el sistema y compartir su información de contagio (si es que lo está) o no.
En China y otros países esa conversación no ha existido. Las aplicaciones que se han lanzado para el rastreo o trazabilidad de contactos han sido a menudo invasivas en este terreno, y no solo registraban con qué dispositivos entraba en contacto el móvil de un usuario, sino también dónde y cuándo lo hacían.
Esas aplicaciones han demostrado ser un notable complemento del rastreo de contactos manual efectuado por personas, pero ahora que la pandemia está mucho más controlada en China el debate sobre la futura utilidad de estas aplicaciones está sobre la mesa.
Sobre todo cuando como indican en el New York Times estas aplicaciones "no están pasando a la obsolescencia en absoluto. En lugar de eso, se están convirtiendo sigilosamente en un accesorio permanente de la vida cotidiana, uno con el potencial de ser utilizado de formas preocupantes e invasivas".
El ejemplo perfecto lo tenemos en esa iniciativa de la ciudad de Hangzhou, que en su área metropolitana tiene más o menos la mitad de la población que tiene toda España: 22,6 millones de habitantes.
Para muchos esa propuesta de asignar una especie de 'índice de salud' de una persona es muy peligroso. Wang Xin, escritor con 2,5 millones de seguidores en Weibo, preguntaba "¿No viola esto descardamente la privacidad para vigilar y discriminar a las personas no saludables?" Otro autor, Shen Jiake, indicaba que aunque el big data permite a quienes controlan los datos usar información personal en cuestión de minutos, pero esta medida "cruza la línea".
Lo cierto es que esas aplicaciones de rastreo de contactos ya amenazaban con convertirse en algo más que eso, y lo han hecho precisamente en Hangzhou, donde incluso han servido para arrestar al sospechoso de un crimen. Como no quería registrarse para conseguir ese "índice de salud" el sospechoso no podía trabajar ni alquilar una habitación: acabó entregándose a la policía.
Lo que según The New York Times está pasando en China puede ahora convertirse en una realidad en otros países. Lo vimos con el 11-S, un evento terrible que acabó siendo la excusa para que agencias de inteligencia ?con Estados Unidos a la cabeza? iniciaran programas de espionaje y monitorización masiva. Ahora el COVID-19 da a esas agencias y a muchos gobiernos la excusa perfecta para espiarnos aún más.
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