Una conocida tiene una Blackberry. La compró en 2015 (aunque el modelo era de finales de 2013) y, aunque no tiene WhatsApp ni ninguna de las apps más habituales, lleva años usándola para hacer llamadas, gestionar el correo y usarla como modem 4G. Eso le basta y le tiene cariño. El mayor problema han sido las baterías, pero como son extraíbles ha ido haciéndose una pequeña reserva por si pasaba algo. Y pasó: el 4 de enero la compañía dejó de dar soporte a sus smartphones.
Como es razonable, durante los días previos al "gran apagón" no sabía muy qué hacer. ¿Seguiría funcionando el cacharro o se convertiría en un bonito pisapapeles? Ocurrió lo primero. Al menos durante los primeros días que siguieron al 4 de enero, su teléfono funcionaba perfectamente. Sabía que en cualquier momento podía dejar de funcionar y que, si tenía cualquier problema técnico, seguramente la perdería, pero el dispositivo seguía vivo. Fue en esos días, viendo sus dudas e incertidumbres, que pensé qué hubiera pasado si tuviera la BlackBerry implantada en la cabeza.
Pensadlo un momento: los implantes neuronales viven su "época dorada". Pese a las polémicas, cada vez hay más dispositivos que interactúan con el sistema nervioso y, aunque muchos (como los estimuladores que se usan para reducir los temblores en enfermos de Parkinson o los implantes cocleares) están muy consolidados, la gran mayoría están en pleno desarrollo. He recordado esta reflexión al encontrarme con este reportaje de IEEE Spectrum: no es que sea una posibilidad remota, es que ya hay al menos 350 personas en el mundo con ojos biónicos de una empresa que ha quebrado y los ha dejado sin soporte o mantenimiento.
La empresa en cuestión es Second Sight y su historia es una advertencia muy interesante sobre los límites del modelo de desarrollo que impera en el mundo de la tecnología cuando hablamos de la salud humana. Al fin y al cabo, como señala Eliza Stricklandmark, la quiebra de la empresa no solo ha dejado a decenas de personas sin actualizaciones necesarias para sus ojos biónicos; los ha enviado a un mundo en el que "la tecnología que transformó sus vidas es solo otro dispositivo obsoleto". Cualquier problema menor puede hacer que pierdan la vista que habían recuperado, sí; pero es que, por si fuera poco, tener uno de estos sistemas inactivos en el ojo puede "causar complicaciones médicas o interferir con procedimientos como las resonancias magnéticas, y podría ser doloroso o costoso de eliminar".
El problema es que Second Sight, su opacidad y la ristra de acciones de ética dudosa no es un caso aislado. El más sonado sin duda ha sido el de Theranos y Elizabeth Holmes, pero los últimos años están llenos de prometedoras compañías capaces de levantar los fondos necesarios para poner en marcha dispositivos médicos muy prometedores que, al poco tiempo, caen en el olvido. No es raro: los procesos de autorización de este tipo de proyectos son tan largos y costosos que muy pocos logran culminarse con éxito.
Por ello tenemos que preguntarnos qué pasa con todos los "daños colaterales" que el desarrollo de las biotecnologías han dejado, están dejando y dejará atrás. Da igual que hablemos de ojos biónicos, ingenierías genéticas o pruebas diagnósticas que nunca llegan a hacerse. Esos "daños colaterales" son personas, son vidas que quedan en una incertidumbre casi inconcebible; cuando no en serio peligro. Estamos al borde de una revolución biotecnológica sin precedentes y, como ocurrió con el caso de Jesse Gelsinger, en estas cosas nos jugamos su evolución.
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